12 de febrero de 2017

Metamorfismo cardiaco

     Música recomendada en la que me he inspirado para ambientar el relato: https://www.youtube.com/watch?v=B9v8jLBrvug
 
     Estábamos en el dormitorio, divagando en el espeso humo del tabaco que se concentraba en el cielo de la habitación, junto a nuestros pensamientos moribundos. Las botellas de alcohol se encontraban tan vacías como los silencios entre calada y calada. Ella, salvaje, estaba acurrucada en el sillón bajo la ventana, observando lo que sucedía por los callejones: una casual lechuza, alguien volviendo del trabajo o el palpitar de una farola a punto de consumirse.
     
     Habían pasado ya varios minutos desde que la conversación había terminado. Primero, hablamos del universo, de infinitas constelaciones, terminado en lo ínfimo del átomo y la sencilla complejidad de aquello que nos hace ser lo que somos: seres vivos. Luego, llegó el momento de reflexión, la interpretación de por qué estamos aquí, si el ego nace de la sociedad, o de la naturaleza, de la supervivencia y la perpetuación de la existencia. Finalmente, escogimos por escuchar a las musas del blues y el jazz, calada tras calada, canción tras canción, al tiempo que acompañábamos con el tema por excelencia de las conversaciones nocturnas: el sexo. Y para nosotros no era tabú eso que se escondía bajo la ropa y la piel.

     Tras ahogarnos en las últimas gotas de alcohol y aspirar la magia que ella guardaba entre sus dedos índice y corazón, me tendió la mano, rumbo a la aventura. Y como un salto al vacío, sin dudarlo un instante, la tomé con premura y osadía.

     Las paredes se diluyeron en el óleo de los cuadros, y nuestros cuerpos colapsaron y viajaron con el sereno de la noche hasta el crepúsculo. Amanecimos cerca de los acantilados, y ahora ella está con mi vieja camisa y larga que usa como pijama, rasgada en su plenitud. En posición, se encuentra meditando, y la llamo seguidas veces, pero no me escucha. Como agua, dejo que la escena fluya. Ella, con gusto, estira la espalda, y cada vertebra de su columna cruje en aliviadores estallidos. 

     Levanta los brazos al cielo, murmura unas palabras inaudibles y segundos después un palpitante corazón se materializa en las palmas de sus manos. Apenas gira la cabeza y puedo ver sus felinos ojos escrutando el horizonte. Acerca el órgano contra su pecho, y lo atraviesa sin piedad. Y salvajemente ruge, siendo su  transmutado corazón engullido por el de una leona. Comprueba sus prominentes omóplatos, el funcionamiento de su oído y la agilidad en sus zarpas. 

     Sigue su instinto natural, y olisquea y persigue algo que mi vista no alcanza ver. Como si de levitación se tratase, consigo secundar su marcha, invisible a sus sentidos. Corre tras unas rocas y se para en seco. Se torna, y sus imponentes ojos quedan frente a los míos, plagados del miedo de una presa que no verá el próximo amanecer. Gira su cabeza hacia unos árboles secos próximos al acantilado. De nuevo comienza a reptar a gran velocidad. Con dificultad alcanzo a situarme a su lado, y compruebo como sostiene algo entre mandíbula y mandíbula, un corazón que despedaza y pulveriza con apenas un par de mordiscos. 

     Se coloca frente al acantilado, prepara su cuerpo para la siguiente acción y comienza desenfrenadamente a correr hacia el final del camino. Parece que va a caer, que ver su cuerpo despeñado en las rocas será la siguiente escena, y que su corazón se volverá frío como el mar. Grito, pero no escucha, y emprendo la marcha tras ella. Llega al borde del precipicio, y con bravura junta sus cuatro patas, abalanzándose hacia una presa inexistente. 

     Apenas pasan unos segundos y la metamorfosis ocurre. Desaparecen aquellas peludas patas y exhuberantes colmillos para dar lugar a un ave de gran envergadura. Extiende las alas, y con valentía surca el cielo y aprovecha la corriente marina para proseguir el viaje. Sobrevuela el mar durante horas, y como si flotando se tratase, sigo su rastro bajo la luz de las estrellas.

     Llegamos a una isla repleta de árboles, donde no existe ningún otro ser vivo. Tras el majestuoso aterrizaje retorna al antropomorfismo, completamente desnuda, salvaje y natural. Camina por entre la espesura, y parece que esta vez me mira directamente a los ojos: sabe que estoy ahí. Ante lo ocurrido, aguardo en silencio. Articular palabra alguna significaría el fin del camino, y la curiosidad me consumiría. Acaricia los árboles, cada nudo contenido y cada hueco en los troncos. 

     Me confiesa con certeza que todos esos nudos no son más que palabras ahogadas de un ser que nunca alzó su voz, sentimientos reprimidos y acumulados en la memoria de cada ficus, en cada centímetro cuadrado de corteza, como un cáncer inextirpable que se extiende por toda la planta y que con ramas superiores trata de purificarse con la luz del día. En secreto, me cuenta que ella una vez también fue árbol. Y con gran misterio coloca su mano en el tronco de uno de esos árboles, desapareciendo y fundiéndose definitivamente con él, entrelazando un gran nudo en mi corteza.

     
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